Amanece, lo
observo dormir, acercando mi almohada hacia él para sentir su suave
respiración, convenciéndome de que no es un sueño, si lo fuera, deseando que no
acabe. Suspiro, cerrándose lentamente mis ojos. Poco después él empieza a rozar
sus labios con los míos, sus labios un sabor tan dulce que no podía dejar de
probarlos, sus caricias no paraban, sus besos en mi espalda
estremecían mi cuerpo, mi piel volviéndose tan adictiva a la suya.
Abrí los
ojos, quedándome hipnotizada en su mirada, como si en este mundo existiera tan
sólo él y yo, viéndome reflejada en sus pupilas, anhelando quedarme por siempre ahí. La luz
del sol ilumina su rostro, permitiéndome contemplar ese verde con un toque de
miel en sus ojos. En aquel cuarto donde cada minuto y segundo se convertían en
una eternidad, perdiendo totalmente la noción del tiempo junto a él, contando
cada lunar de su cuerpo.
Me decía
repetitivamente lo hermosa que soy, sintiéndose de alguna manera afortunado por
estar en aquel divino y mágico lugar junto a mí dijo él; pero no se daba cuenta que la
afortunada era yo, por el amor que él me daba, reflejado en tantos caricias, no
había necesidad de escuchar de su dulce boca cuanto me quería, pues su piel me
lo contaba.
Me abrazó,
le sonreí, luego me acerqué a él para decirle al oído un “te quiero” junto con
un beso, agarré su mano fuertemente, después fuimos juntos a desayunar, para mí fue el
desayuno más exquisito de este mundo por haberlo compartido con él. Acabándose el día cerramos la puerta de esa
habitación en donde mi mundo se convertía en un lugar mejor, donde lo mágico no se extinguía y la pasión
tampoco, deseando que todos los días sean domingo, para que su amor sea el
comienzo y el final de cada día. Él, mi dulce domingo.